Torear desnuda bajo la luna


 

Mi piel es muy blanca, y yo nunca fui muy aficionada a los baños de sol, además por aquí en Andalucía el sol es tan fuerte que es muy fácil quemarse si no se utiliza protección. También hay que decir que cuando toreaba siempre estaba bajo ese sol implacable y con 40 grados o más, y ahora soy más bien amante de la sombrita. Tanto es así que en verano la gente, al verme tan blanca, me pregunta…¿Es que a ti no te da nunca el sol?...y yo irónicamente le contesto que tomo luz de luna por las noches…y eso, en cierto modo, es verdad.

Algunos me preguntan el porque del torear desnuda bajo la luz de la luna.
La mayoría de los aficionados al toreo suelen ser personas sensibles y pueden entender perfectamente este tipo de sentimiento.

 

En la segunda decada del siglo pasado, el joven Juan Belmonte (que luego se convirtió en el padre de la tauromaquia actual) tenía que cruzar el río Guadalquivir a nado para poder torear vaquillas, y tenía que hacerlo de noche para así burlar a los vaqueros que vigilaban el ganado y, como es lógico, aprovechaba la luz de la luna.
Eran otros tiempos: en aquel entonces muy pocos tenían acceso a las ganaderías, y, para poder aprender y entrenarse, los muchachos de la clase baja tenían que hacerlo furtivamente.
Luego Juan se convirtió en uno de los toreros más emblemáticos de la historia y prodigó su arte y su incomparable personalidad por todos los ruedos del mundo. Son muchas las ocasiones en las que, reunido en

amena tertulia con sus amigos y admiradores (gente como Valle Inclán, Zuloaga, Pérez de Ayala, Romero de Torres o Gerardo Diego entre muchos otros), relataba como por las noches de luna llena, junto a otros amigos, se despojaba de su ropa y cruzaba el río a nado para poder torear arropado por las sombras de la noche.
La imagen casi onírica de un muchacho desnudo y con el cuerpo mojado delante de una fiera, me recuerda a la luz fosforescente del mármol pulido de las estatuas de Michelangelo.
La piel blanca y el toro negro fundiéndose juntos como en un ying y yang de elementos contrapuestos.

 

 

A veces pienso que soy un poco licántropa, y que la luz tenue de la luna me hipnotiza de alguna forma.
¿No es cierto, quizás, que todos nos ponemos más románticos al mirar la luna?

La última vez que toreé decidí hacerlo desnuda…de aquella manera antigua y ancestral… lejos de la gente y de las plazas, sin cargar con responsabilidades, sin ruido ni trajes brillantes…solo mi piel.

Aquella era la última vez junto a lo que más amaba, ya lo había decidido, y decidí despedirme como aquel muchacho que en los años 20 empezaba…de la forma más íntima…con la luna como testigo.…quise que aquella muerte de una parte de mí se hiciera tan natural como un nacimiento.

Hay tres ocasiones en la vida de una persona en las que la desnudez es imprescindible: al nacer, cuando amamos, y cuando nos ponemos frente a nosotros mismos…el toreo es todo eso…el toreo es enfrentarse a uno mismo, es hacer el amor, y es volver a nacer.

Me lo quité todo, y de repente fui solo yo en la inmensidad de una noche de verano…fui el latido de mi corazón…fui mi miedo y mi valor desnudos.

 

 

Ahora no había ningún tipo de obstáculo entre el animal y yo.
Recuerdo su aliento y la calidez de su piel cada vez que me rozaba en una pasada. Recuerdo la vibración de su galope bajo la planta de mis pies y los flecos de su cola que se enredaban alrededor de mi cintura, recuerdo la caricia quemante de sus pitones rozandome y su bravura entregada a la vida como un cosquilleo apremiante.

Nunca la sensación de torear fue más pura y más vital.

Entregada a mi propia naturaleza, me fundí con la embestida del animal, con la tierra bajo mis pies y con la brisa templada de la noche mientras sentía la luz de la luna como el beso de una madre protectora a la que yo susurraba mis sentimientos, aunque ella ya los conocía, pero, a lo mejor, yo necesitaba decírselos de aquella manera, para reconocerme y aceptarme en lo más profundo y dejar de pelear con los elementos superfluos. Necesitaba despojarme de cualquier capa protectora detrás de la cual pudiera esconderme, y ser capaz de mirarme con sencillez, como ella me veía en aquel momento.

Mi desnudez no fue solo física, sino psicológica. Nunca me sentí tan desnuda, por fuera y por dentro, pero a la vez segura y serena en ello…como el David de Michelangelo en su marmórea arrogancia. Porque he aprendido que la desnudez no es para nada sinónimo de indefensión, sino más bien de confianza.
En el mismo templo de la cristiandad reina la desnudez…hermosa e innegablemente bella en su sencillez, como un vivo espejo del alma.

 

 

 

Alumbrada por la luna

 

Noche callada,
de tormentas y de calma,
de susurros ancestrales
olvidados en lo más hondo
de nuestra esencia.

Ángel sin alas
que vuela entre los flecos negros
de una bravura indómita,
intentando atrapar la cálida brisa de un anhelo eterno
en una pequeña vela blanca.

Barco a la deriva de un sueño roto,
marea que sube…luna que baja,
y mi desnudez
mástil de la autenticidad e imperfección de mi condición humana.

Mecida por una corriente remota y efímera
vuela mi razón
hasta estremecerse en el lago de tu luz cándida y fértil:
hermosa redondez preñada de suspiros imposibles
y madre de tanta magia inmortal.

Testigo silencioso de mis conquistas y derrotas,
dulce amparadora de mi fe,
y consuelo fiel de mis gritos acallados.
En tus brazos dejaré que descanse mi alma vencida
para que la alumbres en la noche con tu generosa plenitud.

¡Y se desnuda mi rabia!
...se desnuda mi pudor,
...se desnuda mi conciencia
en el mar calmo de tu reflejo,
mientras el resto de las sombras se desgarran
en una tempestad indescriptible.

Ola de recuerdos atropellados,
salados e incontenibles,
evocadores de la más bella utopía,
que se pierden en la quietud de la noche
como el tenue eco de mi voz.

Aquí me tienes desarmada,
sin engaños frente a frente,
mojada en la pureza
de tu apacible claridad.

Aquí me tienes entregada,
sin orgullo y sin temores,
tu verdad cara a cara con mi piel.

Me abres tu puerta
y capitulan las dudas.

En la penumbra un derrote seco y certero
quiebra mi último aliento,
y me quedo atónita contemplando el horizonte
más allá de los limites explorados.

Una herida abierta,
la sangre brota;
es la sangre de tu vientre, luna clara,
que baña mi cuerpo con nívea dulzura.

Cual asombro el mío,
de levantar la mirada
y verte tan desnuda y tan resplandeciente.